jueves, 21 de octubre de 2010

El lugar donde fuimos felices II

Una vez al otro lado sólo hay que cerrar la puerta. Después es fácil ponerse a andar, es obvio el rumbo; el horizonte siempre es uno: inequívoco, esperando. Después del segundo paso el ritmo toma las riendas y el tiempo ya no importa. Así llegamos a ese lugar donde la luz se confunde con el techo que nos cobijó, donde todos los rostros se parecen a los hermanos que dejamos atrás, el silencio a una nana, y una sonrisa a la madre que no acudió nunca a despedirnos.
Al lugar donde fuimos felices se llega siempre sin planos y con las manos abiertas, y siempre un paso antes de pisar su tierra. Aprender a nombrar las cosas que ya eran nuestras es el único trabajo que allí existe; vestir las realidades por la noche, desnudar los sueños cada día, leer en el reflejo, pescar sobre la línea del horizonte...
Tarde o temprano, cuando se deja de andar, hay que volver a recordar cómo éramos encima de una silla, imaginar de nuevo qué hacer con los pies: tan largos, tan distantes de nuestras palabras, tan parados. Siempre, en el lugar donde fuimos felices, suena un chasquido, una palabra antigua, alguna voz lejana o un reflejo súbito con sabor a infancia; y una puerta se abre, como si nada, como si hubiera sido un siglo o un instante apenas.
Del lugar donde fuimos felices se sale siempre con las manos vacías, con toda nuestra luz cargada en las espaldas y una sombra larga, y un paso por detrás, siempre, de nuestra partida.
Siempre hay un momento para partir de nuevo. También llega el otoño al lugar donde fuimos felices.

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