El sol entra por mi ventana. El cuarto se divide en dos,
mitad luz y mitad penumbra. El sol me divide en dos: sueño que ya he
despertado al sueño de la vida.
Todo se mueve en la calle. Yo soy el centro. Si pudiera
dejaría de moverme; pero los ojos no pueden dejar de amarrarme a todas las
vidas que me llevan en círculos interminables susurrándome el único nombre que
he tenido siempre: Ezequiel –me dicen- no dejes nunca de moverte, de moverme.
Un ángel de agua se ha puesto a brotar donde hasta ayer sólo
había una fuente, y una mujer aparece por detrás como una sombra ausente. Una
mujer gris-azul, insignificante, sorteando peatones que nunca se vuelven a mirarla. Su falda, la bolsa que lleva en la mano, su media melena, sus
sandalias... La sigo. Me cambio de acera. Me cruzo de frente. Observo su
espalda. Mido sus pasos... No puedo dejar de seguirla. No sé lo que ando
buscando en esa mujer del montón que salió tras una fuente, no sé lo que tira de mí tras ella, no sé lo que la empuja tan
delante de mí por la acera. Pero de pronto, en un gesto, por una mueca de
inseguridad, en una expresión de silencio se cuela en ella, como un cuchillo de
luz, toda la belleza de la vida. Mírala bien, Ezequiel –me dicen las miradas de los peatones-, esa es la rueda que mueve toda la belleza de la
tierra. Y yo sé que podría instalarme junto a esa belleza inexplicable por todos
los días del resto de mi vida.
Un demonio sudoroso ha escavado una boca de metro donde sólo
debía haber playa y mareas. La tierra se ha tragado a la mujer que tiraba del
centro de mis ganas. Ezequiel –me dicen todas esas ruedas con sus centros-, la
has perdido para siempre. Y ella desaparece entre una multitud que no deja de
moverse. Se va, como si la vida fuera eso, sólo eso.
Pido un café. Me siento. Todo se mueve en la calle más allá
de mi taza y de mi tiempo. En la mesa de enfrente, una mujer se ha sentado. Es
una mujer hermosa en todas las formas de su cuerpo, en todos y cada uno de sus
gestos. Nadie puede pasar a su lado sin mirarla. La observo. Me mira de reojo.
Y sólo puedo pensar que alguien, en algún lugar, se ha cansado ya de ella.
El sol entra por la cristalera de la cafetería. El local se
divide en dos, mitad luz y mitad penumbra. El sol me divide en dos; la línea
del sol y la sombra divide en dos el centro de todos los corazones.